Por Catalina Aldana
Cuando pienso en el sentido que la Navidad solía tener, a mi mente vienen con nostalgia esas constantes imágenes de las películas que todos solíamos ver en la infancia, nieve, familia felices abriendo regalos, la fotografía perfecta de lo que la Navidad en el primer mundo debería ser; la vana idea que los estereotipos suelen vendernos sobre lo que es ideal. Pero entonces surge en mi cabeza la siguiente pregunta, ¿qué significa verdaderamente la Navidad?
Para el antiguo calendario romano era el día del cumbre de las fiestas cuando llegaba el solsticio de invierno, para cristianismo la conmemoración del nacimiento de Cristo, y para mí la Navidad en estos momentos se asemeja más a las palabras de Bart Simpson: “Estamos olvidando el verdadero significado de la navidad: el nacimiento de Santa Claus”
Desde que llegué a Canadá la esencia de la “época más linda del año” se ha convertido en una celebración, fría, lejana, distante, vacía en cierta medida, rodeada de nieve, frió, bolsas llenas y bolsillos vacíos; no solo por la melancolía y nostalgia de estar lejos de casa; si no porque tal vez en esta época del año, me resulta complicado hallar el verdadero sentido de lo que realmente se trata de celebrar. Creo, he alcanzado el peligroso punto de inferencia.
Ese peligroso punto a cual se llega cuando las cosas pierden sentido y trascendencia, cuando entonces
simplemente se ve el reflejo de esta sociedad primermundista en la cual nos dejamos envolver desenfrenadamente por la auto indulgencia y simplemente nos limitamos a vivir en la falsa seguridad que nos producen nuestros centros comerciales :utópicas fortalezas, con vitrinas llenas de sueños y aparadores repletos de fantasías, que por una módica suma pretenden hacer el invierno menos hostil, en donde intercambiamos dinero por la falsa ilusión de felicidad que lo material nos produce en nuestra adiestrada y consumista mente.
La percepción de esta perfecta sociedad del país del primer mundo; la cual inconscientemente tratamos de emular de manera casi enfermiza para no sentir que hacemos parte de ese rezago socio-cultural por provenir de un país tercermundista; nos hace querer ser parte de esa foto de la cena navideña donde los sonrientes rostros con delicadas facciones de pálida tez y mejillas rosadas se plasman, los mismos que mágicamente parecieran abrazar esos sueños suburbanos de lo que la felicidad debería parecerse. Desde mi experiencia personal, nada más lejano a la felicidad, simplemente es la imagen de un estereotipo impuesto, subproducto de nuestra sobre-exposición al mercado del consumismo; que nos quiere hacer pensar; ideales de falsa perfección y pseudo libertad.
En el caso colombiano la Navidad cuando la comparamos con Canadá, es algo más familiar, con tradiciones muy arraigadas con una naturaleza menos consumista ;sospecho’ por la falta de poder adquisitivo, pero a su vez creo nos vamos a extremos, donde la alegría se torna amarga por irresponsabilidad de unos cuantos y las fiestas pasan a ser un acto donde el sentido común es el gran ausente; el estupor colectivo, por la emoción de estar con nuestros seres queridos se convierte en caos mezclado con alcohol, ruido y falta de conciencia al actuar; y eso tampoco es a lo que la felicidad ni el sentido de la navidad se parecen.
Entonces de nuevo pienso en cual es el sentido de la navidad; y a mí vienen imágenes de niños felices y padres viviendo a través de sus ojos esa ilusión del regalo prometido, de las cartas en el pesebre y los regalos debajo del árbol. Familia reunidas en torno a la mesa dando gracias por lo favores recibidos por la oportunidad de estar juntos, pese a las adversidades; esa gratitud que es universal que no conoce fronteras el sentirse en paz, amor y armonía. Y entonces pienso en mis padres y que esta será la cuarta Navidad en que yo no estaré en casa y como hace cuatro años en esta Navidad también me acostare a dormir temprano, sabiendo que al otro día probablemente tendré que ir a trabajar.